Columna CONTRANARRATIVAS
Por Vidany Ojeda
El 8M se vivió de diversas maneras alrededor del mundo. Estados Unidos, Colombia, Chile, Inglaterra, España y algunos países de Medio Oriente se sumaron a las olas de protestas en contra de la violencia machista y a favor de la igualdad de género. La mayoría de estas manifestaciones sucedieron sin mayores complicaciones, aunque hubo otras donde se registraron enfrentamientos. El 8M se ha convertido en una fecha clave para entender la lucha social por la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres en los últimos años. Cabe recordar que el 8M del año pasado fue masivo y dejó ver que la organización femenina es una realidad. En la capital de nuestro país el movimiento feminista reboza de vitalidad y fuerza, mientras que, en estados como Oaxaca, parece ser un llamamiento a la controversia, un grito ahogado, un motivo burla o una llama que vacila entre apagarse y quedarse encendida.
“Mujeres juntas, ni difuntas”, reza un dicho popular mexicano que expone deliberadamente que las mujeres no pueden –ni deben– organizarse. Esta afirmación –que ha quedado expresamente desmentida en los últimos años– tiene por objetivo último mantener el status quo, perpetuar una serie de prácticas de corte social para aislar a las mujeres unas de otras, hacerlas competir en la búsqueda absurda de cánones de belleza irreales y finalmente, expresa que los que sí pueden estar juntos, es decir, organizarse, son los hombres.
Se trata de la cultura machista en la que el rol masculino tiene preponderancia. Por un lado, se encuentra la imposición mediante el uso de la fuerza, que apela a la dimensión más primitiva y animal del ser humano.
Por otro lado, la perpetuación del sistema establecido a través de prácticas culturales que se convierten en parte fundamental de las sociedades antiguas y modernas. A partir de lo anterior es posible desgranar este complejo fenómeno.
La religión judeo-cristiana, el psicoanálisis, la ciencia positivista y el pasado colonial que comparten los diferentes países de Latinoamérica son algunos de los elementos culturales que más han abonado a la continuación de la sociedad patriarcal. La imposición de una visión religiosa basada en el “Padre”; la preponderancia que el psicoanálisis freudiano otorga a falo; la consolidación del discurso médico cobijado bajo el mismo esquema machista; así como la constante violencia simbólica y física ejercida en el periodo colonial en contra de los no-blancos y no-occidentales, han generado hartazgo profundo, que tiene su expresión en manifestaciones y movimientos sociales como el feminismo.
Por otro lado, se debe entender que el feminismo es heterogéneo. Esto significa que el movimiento es desigual: existe un feminismo radical (que son los sectores más violentos), así como un feminismo moderado y toda la gama de posibilidades que hay entre ellos. Sin embargo, centrar el discurso en la composición diversa que tienen los movimientos sociales es una pérdida de tiempo y únicamente sirve para desvirtuarlos y darle mayor importancia al “cómo” en vez de al “qué” y al “por qué”.
Lo ocurrido en la Ciudad de México es un ejemplo más de la cultura que existe con respecto a las luchas feministas, así como su legitimidad y aceptación por parte del gobierno. Si bien sabemos que los movimientos carecen de sustento legal –justo por eso son movimientos sociales, porque si hubiera mecanismos institucionales que dieran salida a las demandas, no tendrían razón de existir– no carecen de legitimidad, puesto que su repertorio de acción está basado en un marco histórico, social, económico y cultural que demuestra la inequidad, injusticia y desigualdad de las sociedades actuales con relación a las mujeres.
En el caso específico de Oaxaca, el movimiento feminista es incipiente. Si bien es cierto que no se puede imponer una forma de entender el mundo sobre otra –y el feminismo es una perspectiva que se suma a la lista de luchas sociales entorno a la igualdad y la libertad– sí es posible ver que hay urgencia por tratar el tema a nivel local. ¿Por qué? Porque Oaxaca se ha colocado en el cuarto lugar a nivel nacional en abuso infantil (acrecentado por la pandemia y el encierro), así como uno de los lugares en donde la impunidad y los feminicidios están a la orden del día.
Sin embargo, las manifestaciones (que son un recurso de lucha simbólica y política) se dieron de manera aislada, tibia y pequeña.
“Parece que el feminismo no termina de cuajar en sociedades como la oaxaqueña” expresa la politóloga Ameyalli Valentín.
Quizá esto se explica a partir de la naturaleza propia del estado, de su cultura mestiza tendiente a lo indígena y de la fuerte carga religiosa y social presente en los pueblos. ¿Significa que está mal que las mujeres oaxaqueñas no sean feministas? Por supuesto que no.
Significa que hay diferentes formas de leer el mundo y las luchas por la igualdad de género y en contra de la violencia machista nos permiten interpretar a nuestras sociedades desde una perspectiva que no habíamos tomado en cuenta.
En suma, el 8M es resultado de un complejo fenómeno histórico, social, cultural económico y político. El feminismo es un movimiento transversal, que toca a mujeres de diferentes edades, clases sociales y lugares de origen. Las protestas alrededor del mundo y en la capital del país tuvieron el mismo color: fueron masivas –pese a la pandemia– y enérgicas. El caso oaxaqueño fue distinto, quizá por la naturaleza del territorio y sus implicaciones socioculturales que tienen su origen en un pasado colonial, o quizá porque el feminismo exige de sus aliadas un engranaje social distinto, una forma diferente de pensar y actuar. Si bien, Oaxaca es un estado con altos índices de violencia de género, así como el cuarto lugar en abuso infantil a nivel nacional (acrecentado por la pandemia y el encierro), la lucha feminista continua siendo un tema controversial, un tópico maniqueo.
Contacto: humberto.bautista@politicas.unam.mx