Por A. Valentín Sosa
Hablar de la niñez en un país como el nuestro donde los titulares de los diarios hablan de niños sicarios, niños migrantes y niños trabajadores es tarea imposible. Colocar el tema de los niños y niñas en un país como el nuestro es saber que difícilmente se encontrarán soluciones y serán más las preguntas que aparezcan en la reflexión y en el tintero.
A tempo apresurado creo que en el momento en que la Academia no logra construir repuestas claras y concisas como en esta ocasión, pocas son las alternativas que nos quedan para encontrarlas. En la misma línea de la idea anterior, la politización y consciencia de muchos temas a veces parten de una reflexión pequeña cotidiana, de temas y cosas simples, y al hablar de niñez el tema del juego se alza como un eje vertebral y estructurador.
Muchas veces cuando se habla del juego erróneamente se entiende como un espacio de recreación en donde sólo se busca pasar el tiempo, “se juega”, nada más simple y alejado de la realidad, pues el tema del juego se vuelve tan complejo que incluso pasa a ser parte de los Derechos firmados y garantizados para los niños y las niñas en las Cartas Internacionales de Derechos. Lo anterior no es azaroso pues la importancia del juego se explica entendiendo que es en el juego donde los niños y las niñas aprender a socializar, a demostrar sus intereses, a interactuar y construir su mundo por lo que más allá de su intención recreativa hay un interés formativo por lo que la garantía de este derecho se vuelve primordial, ¡qué bello e importante se vuelve el juego entonces!
Lastimosamente cuando la edad poco a poco ostenta más números y más grandes, el tema del juego en nosotros y nosotras se vuelve un tema ajeno por lo que al escuchar la pregunta ¿Cuál es tu juego favorito? Titubeamos sin saber que responder y al escuchar a un niño oaxaqueño responder en una radio comunitaria que “el de la tortuga” nos deje desarmados calificando a esta respuesta como altamente enigmática. Lo anterior me recuerda a un poema de 1999 del escritor mexicano José Emilio Pacheco que menciona lo siguiente:
A los diez años creía
que la tierra era de los adultos.
Podían hacer el amor, fumar, beber a su antojo,
ir adonde quisieran.
Sobre todo, aplastarnos con su poder indomable.
Ahora sé por larga experiencia el lugar común:
en realidad no hay adultos,
sólo niños envejecidos.
Quieren lo que no tienen:
el juguete del otro.
Sienten miedo de todo.
Obedecen siempre a alguien.
No disponen de su existencia.
Lloran por cualquier cosa.
Pero no son valientes como lo fueron a los diez años:
lo hacen de noche y en silencio y a solas.
En este panorama, los temas de las tortugas y el juego se alejan como respuestas exclusivas a las preguntas sobre nuestros juegos favoritos y nos plantean un escenario más complicado: el del juego como espacio comunitario. Reflexionarnos y pensarnos como pilares importantísimos para nuestras infancias nos vuelve coparticipes de su formación, de sus procesos de socialización y de su entendimiento del mundo, allí la dimensión social del juego.
Las relaciones con nuestras infancias entonces se delinean como la posibilidad de trabajos conjuntos y la construcción de lazos sociales a beneficio de nuestras comunidades y que mejor manera de hacerlo que a través de algo tan poderosamente simple como el juego. Ahora: ¿Cómo encontrar a tan mencionadas tortugas? No lo sé, aunque si lo pensamos un momento tal vez se encuentren volando, jugando al ajedrez o brincando en una tarde lluviosa llena de charcos.
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