Por Vidany Ojeda
Hace quince años se suscitó un evento de grandes magnitudes y de trascendencia histórica: El catorce de junio del 2006 fueron desalojados del zócalo capitalino, a punta de gases lacrimógenos y con uso desproporcionado de violencia, los maestros y maestras que mantenían un plantón en el centro de la ciudad y que amenazaban con impedir la realización de la guelaguetza oficial de ese año (una de las principales actividades de derrama económica para el estado). Ante esto, y con la fuerte organización que caracteriza a las y los oaxaqueños, la ciudad se paralizó durante los meses siguientes, se convirtió en un espacio sitiado, en el que la organización popular tomó las calles: se instalaron barricadas en muchísimos puntos; hubo enfrentamientos constantes entre la Policía Federal Preventiva (PFP) y los movilizados; la UABJO se convirtió en un bastión para la organización popular y la radio reafirmó su vigencia como medio de comunicación y catalizador de la movilización social. En la cara más trágica de dicho suceso histórico: hubo desapariciones forzadas (desapariciones perpetradas por el Estado), presos políticos, violencia desmedida y muertes. Todo ello escaló a oídos internacionales. En otras palabras, Oaxaca desmitificó (de nueva cuenta) que el folclor que lo caracteriza es sólo una de sus facetas. Oaxaca es político.
La definición clásica de Max Weber alude al Estado como aquel que posee el monopolio legítimo de la violencia. Es relativamente sencillo entender que una de las expresiones de este ente abstracto llamado Estado se materializa con la legitimidad que tiene para violentar a los ciudadanos. Por ejemplo, el brazo ejecutor y operativo del Estado es el gobierno y sus diversas ramas (el poder judicial opera bajo esta conceptualización). Cuando se suscita un evento fuera de la ley, el Estado tiene la legitimidad para accionar y privar de la libertad a alguien y, en casos muy extremos, violentarlo. Ahora bien, esta es la definición clásica e ideal, no obstante, lugares como México acarrean esta definición con una serie de factores externos (por ejemplo, la corrupción e impunidad). En el caso oaxaqueño del 2006 este concepto de Estado se cayó, pues el uso de la violencia no fue legítimo y propició todo lo contrario: indignación por parte de los afectados directos y simpatía por parte de la ciudadanía en su conjunto.
El Estado mexicano tiene algunos otros ejemplos del uso no-legítimo de la violencia. La matanza de Tlatelolco en el 68 es quizá el evento más brutal de represión moderna por el que ha atravesado el país, sin embargo, no es el único. Ayotzinapa en el 2014 representa uno de los crímenes de Estado más atroces de los últimos tiempos. La lista es interminable: la masacre de Tlatlaya, los crímenes cometidos durante la guerra contra el narcotráfico y los incontables actos de brutalidad policiaca y uso desmedido de fuerza que nunca han sido denunciados y no saldrán a la luz. El 2006 oaxaqueño se suma a la lista.
El primer gran enfrentamiento violento ocurrió en la madrugada del 14 de junio de 2006. Los maestros y maestras pedían el cumplimiento de sus derechos laborales, una práctica continuada y sostenida desde hacía mucho tiempo, haciendo paros constantes. Sin embargo, el gobernador en turno, Ulises Ruíz Ortiz cobijado por el PRI, optó por la violencia. Muy temprano, con alevosía y ventaja, la PFP entró al centro histórico de la ciudad y arremetió en contra del plantón. Este hecho fue motivo sobrado para que la sociedad en su conjunto volcara su apoyo en favor del movimiento magisterial. Comenzó la organización, las mega-marchas, asambleas constantes, el paro se volvió indefinido y el gobernador en turno no cedió ante su postura autoritaria y déspota.
El segundo gran enfrentamiento ocurrió el dos de noviembre, en plena celebración del día de muertos mexicano. Nuevamente se paralizó por completo la ciudad. El número de heridos era incontable. El repertorio de protesta contemplaba a la violencia como elemento legítimo, es decir, ser violento era legítimo a ojos de la sociedad en aras de defender la vida y el movimiento, mientras que la violencia por parte del Estado era visto como un acto autoritario. La rabia se convirtió en el motor del movimiento.
Finalmente, el 25 de noviembre se suscitó uno de los enfrentamientos más graves por la cantidad de gente que desapareció ese día. Muchos lograron escapar a los “levantones”, otros más fueron víctimas del monopolio no-legítimo de la fuerza y fueron privados de su libertad durante meses; los más trágicos murieron o desaparecieron. En palabras de Osorno, se trató de la primera insurrección del siglo XXI mexicano.
En conclusión, la Ciencia Política trata de caracterizar al Estado, desde una visión clásica, como aquel poseedor del monopolio legítimo de la violencia. Quizá cobijado bajo el pensamiento de Maquiavelo y la Razón de Estado, que dice que cualquier acto es justificable si se preserva la existencia del mismo. No obstante, esta perspectiva carece de respaldo en la realidad moderna, puesto que el 2006 oaxaqueño demostró que, ante un evento coyuntural, es necesario reformular los conceptos y hacer nuevas aproximaciones teóricas –y prácticas– a las diversas formas de entender la vida pública. Oaxaca no es sólo folclor, como nos han tratado de hacer creer desde una perspectiva mercantilista y capitalista (que pretende hacer comercializable todo). El 2006 es una herida abierta en la memoria colectiva de las y los oaxaqueños. Oaxaca es político; Oaxaca es política.